Está bueno tener 16 años. Está bueno ejercitar la memoria y
tener presente lo que uno era cuando tenía esa edad.
Yo era un muchachito
bastante sano, como dicen las mamás y las abuelas. Iba al liceo, me iba muy
bien, alguna changa ya hacía para ir ganándome unos pesos, salía mucho con mis
amigos, que eran lo mejor del mundo, y con mis padres me llevaba bien.
Discutíamos, porque yo empezaba a tener razón en algunas cosas y necesitaba
desmarcarme, pero nada demasiado raro.
Crecí con una buena educación en la escuela y en el liceo,
pero sobre todo en casa, y luego me fui forjando como persona. Creo que toda esa
buena educación provocó algunas cosas en mí. Por ejemplo, me hizo evitar
meterme en problemas graves, me hizo madurar a tiempo y, sobre todo, me dio una
perspectiva de la vida, de las demás personas y del mundo que me rodea.
Este último punto es de los que más valoro hoy en día y que
no lo garantiza, claro está, el liceo francés o el alemán o el británico, sino
que más bien llega por casa y por las experiencias que en casa me dejaron y me
hicieron vivir.
Crecí viendo a mi alrededor. Viendo en serio. Vi que había
gente de mi edad realmente hundida, mientras yo me iba a Las Toscas de
vacaciones con mis amigos, a los 17 años y con los pesos contados. Vi gente
empujada a la pobreza. Gurises de mi edad que no podían entrar a un liceo,
otros que no querían hacerlo porque estaban preocupados por conseguir algo para
comer.
El tiempo pasó. Crecí, y también crecieron esos gurises.
Muchos de ellos tienen ya varios hijos. No les dimos casi nada. Como ya no se
tienen que preocupar por conseguir algo para comer, entonces ahora pueden
preocuparse por conseguir esos championes, esos celulares, esas ropitas que vos
y yo tenemos.
Nos olvidamos de nosotros a los 16 años. Nos olvidamos de lo
esencial. Lo vulnerable que éramos, lo perdidos que nos sentíamos un día sí y
el otro también. Olvidamos lo poco que sabíamos medir las consecuencias de nuestros
actos, de lo mucho que nos dejábamos influenciar. No nos atrevemos a imaginarnos
qué hubiera sido de nosotros, tan frágiles, en condiciones mucho más adversas
de las que nos tocaron vivir.
Luego, nos cuesta explicarnos el pibe chorro, el que le da a
la pasta base, la gurisa que “se deja” coger por unos pesos. Esos pibes de 16
años no son pibes como lo fuimos nosotros. Nos cuesta vernos reflejados en
ellos.
Hace pocos días un periodista hacía tristes malabares para intentar
explicar cómo no está tan mal pagarle a una adolescente de 17 años para echarle
un polvo. A mi gusto, son los mismos
malabares que hace Pedro Bordaberry o Analía Piñeyrúa para explicar por qué a
los 16 te tienen que tratar como a un adulto si te mandás una cagada (desde un
accidente de auto a una rapiña). Nos están queriendo decir que a los 16 o 17 ya
son grandes y tienen que responder como grandes. No grandes para votar, no
grandes para tomar alcohol o para comprar cigarros en el almacén, pero sí grandes para medir las consecuencias de cada una de sus decisiones. Ahí va
parte de la discusión que tendremos que darnos este año.
Me pueden sentar frente a una gurisa de 17 años que jure y
perjure que nadie la obliga a prostituirse, que lo hace por vocación (soñar no
cuesta nada, Nacho), igual yo tengo la memoria y la educación suficiente para
darme cuenta de que de nada vale eso.
Lo mismo corre para vos, Pedro. Sentame delante de un pibe de
16 años que me dice que no se arrepiente ni un poco de haberle disparado a
aquel almacenero (soñar no cuesta nada, Pedro) y yo, que tuve educación y tengo
memoria, voy a seguir pensando que la cárcel no es el lugar para él.
Creo que el punto es ese. Ver a los gurises de 16 y 17
años. Acercarse un poco a ellos y a nosotros a esa edad. Y luego tomar
decisiones. Capaz que lo pensás y no está tan mal que vayan presos. Capaz que
no está tan mal tirarle 200 pesos para que te hagan un pete. Capaz que no está tan mal que voten. Luego vemos en
que vereda queda parado Nacho, Pedro y cada uno de nosotros.
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