Podemos contar, a simple modo de relato, que en América del
Sur hubo una primavera. No fue como la árabe, fue mucho más real. Alcanzó las
urnas desde Venezuela hasta Tierra del Fuego y cambió de signo al poder
político.
Cada país del continente la vivió a su manera, con la
moderación que siempre envuelve a Chile, con la radicalidad con que siempre
respiran los argentinos, con un fuerte componente indigenista en Bolivia y con
la esperanza de un país continente en Brasil.
Fueron más de diez años en los que las economías crecieron en
términos reales y se observó una mejora en la distribución de los ingresos. Sesenta millones de latinoamericanos abandonaron la
pobreza a partir de esa primavera, que luego se convirtió en verano y ahora
está instalada en el otoño. Veinte veces la población de nuestro país. Esa fue la
cantidad de seres humanos que abandonaron la pobreza en estos años.
Miremos el barrio. Chávez se fue y en su lugar quedó
Maduro. A Lugo lo fueron y en su lugar quedó Cartes. En Chile se fue Bachelet y
asumió Piñera. Luego volvió Bachelet pero más parecida a Piñera que nunca. ¿Por
qué?
¿Cómo convencemos al viejo rico y al nuevo rico de que
debemos seguir redistribuyendo? No es fácil. Cada vez es más difícil.
En Argentina el kirchnerismo dejará la Casa Rosada este año
y en su lugar todo indica que quedará el gobernador de Buenos Aires, Daniel
Scioli, o, más a la derecha aún, Mauricio Macri. Pase lo que pase, la apuesta
por la distribución de riqueza tiene los días contados. No es alentador el
panorama si miramos hacia el Río de la Plata, pero ¿qué pasa si miramos al
Norte?
En Brasil, el gigante de la región, el país que impacta de
mayor forma en nuestro pequeño Uruguay, hay muchas cosas pasando.
Hay una presidenta que decía ser progresista, pero a la que
se le han escapado muchas cosas de las manos. Una presidenta con una aprobación
menor a 8%, con una fuerte oposición interna, rodeada de casos de corrupción y
enfrascada en una batalla por controlar los índices económicos, una
presidenta a la que poco se le puede pedir. No podemos sorprendernos si en los
próximos meses somos testigos de al menos un intento de juicio político.
Del Parlamento brasileño podemos esperar todavía menos,
mucho menos. Allí, donde hace unos años estallaba el escándalo del Mensalão (con coimas a legisladores de
todos los partidos), nada parece haber cambiado. La bancada del buey, la bala y
la biblia (que reúne legisladores que abiertamente le hacen los mandados a los
sectores terratenientes, armamentísticos y evangelistas) ha dado varias
muestras de estar dispuesta a todo para defender los intereses más conservadores
(solo basta ver la vergonzosa votación de la baja de la edad de imputabilidad).
Lo cierto es que en Brasil, como en el resto del barrio, el
progresismo está mostrando cada vez más grietas. Un enfriamiento de las
condiciones internacionales favorables, una cantidad considerable de población
con nuevas necesidades y la derecha siempre sedienta de poder van provocando
erosión en un bloque que alguna vez fue progresista y que ahora apenas puede
funcionar como un muro de contención ante el conservadurismo.
Porque es eso lo que avanza y agrieta. El sentir conservador
que trae consigo al invierno que está llegando.
¿Junto con Néstor Kirchner, Lula, Chávez y Lugo o junto con
Scioli, Cartes, Maduro y Dilma? ¿En qué foto se sentirá más cómodo nuestro
presidente? Las señales de marzo hasta aquí, lejos de hacernos pensar que
Vázquez encabezará el resurgir del progresismo en la región, nos señalan que
será un gran colaborador de los intereses conservadores.
Tal vez, para aquellos que no estamos muy cómodos con este
invierno, sea tiempo de ir pensando en cómo volver a generar una primavera, con
otras herramientas y desde otra base. Mientras tanto, pueden sentarse a ver hasta
dónde los sectores una vez progresistas de nuestra América del Sur pueden
traicionar sus bases ideológicas con tal de quedarse un segundo más en el
poder.
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