En los últimos años, los gobiernos progresistas de la región
están dando serias señales de agotamiento.
La corrupción tomó a los gobiernos de Brasil, Argentina y Venezuela casi tanto como había tomado a los gobiernos neoliberales de los 90. Además, se ha avanzado en muchos casos hacia una desconexión con movimientos sociales y en algunos casos se ha dado lugar a acciones por demás autoritaritas (represión a movimientos campesinos, poblaciones indígenas, o barrios pobres).
Para ser más claros: no se puede defender la falta de seriedad institucional del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. Tampoco poner las manos en el fuego por Cristina Fernández y sus negocios turísticos e inmobiliarios en el sur de Argentina. Defender la inexistencia de corrupción en las cúpulas del Partido de los Trabajadores en Brasil es un despropósito. Podemos decir claramente que las declaraciones sobre la homosexualidad y las hormonas en los pollos de Evo Morales son de una ignorancia inimaginable para un jefe de Estado del siglo XXI. Y podemos condenar la represión de poblaciones indígenas por parte de las fuerzas del orden del gobierno de Rafael Correa en Ecuador.
¿Dónde pararse para no justificar lo éticamente no
justificable y al mismo tiempo no hacerle el juego a las derechas que sólo
traen más pobreza, exclusión y destrucción del ambiente?
Esa parece ser hoy la mayor interrogante.
Estados Unidos está desplegando una política exterior
intervencionista desde hace años que busca recuperar el peso perdido después
del NO al ALCA, con la OEA como principal espacio multilateral de acción y el
avance (muchas veces a prepo) de
gobiernos neoliberales alienados con los principales grupos de poder locales.
Tener dudas de esto es como dudar que la institucionalidad
venezolana esté dañada. De nada vale apuntar sólo para un lado.
Que Washington haya alentado los golpes blandos que
voltearon gobiernos en Brasil, Paraguay y Honduras y que lo intentaron en
Ecuador, Bolivia y Venezuela no debe ser sorpresa para nadie. Son las reglas de
un juego que a veces el progresismo latinoamericano parece ni siquiera saber
que está jugando. En el subcontinente, los hijos de los que siempre fueron
ricos, están volviendo al poder (al poder político, porque el económico nunca
lo perdieron del todo, no seamos ingenuos).
Vuelvo una vez más a la pregunta que debe estar desvelando a
cualquier pensador de izquierda. ¿Dónde pararse para no justificar lo
éticamente no justificable y al mismo tiempo no hacerle el juego a las derechas
que sólo traen más pobreza, exclusión y destrucción del ambiente?
Lo primero debería ser disputar la construcción del relato y
dejar de subestimarla.
Nos importa más saber las alternativas de juicios armados
contra Cristina Fernández que las cifras de desempleo, costo de vida y pobreza
que revientan en Argentina.
Nos interesa Venezuela, pero no nos interesa Paraguay o
México, democracias mucho más dañadas y vulneradas.
No le damos relevancia a que la derecha ecuatoriana no
reconozca al gobierno electo por voluntad popular legítimamente, tampoco le
dimos relevancia al hecho de que el diputado que orquestó el juicio político
contra Dilma está hoy preso por corrupción, ni que Temer corra riesgo de ser
enjuiciado mientras le hace los mandados a Estados Unidos. No nos interesa lo
que sucedió en Curuguaty ni los paramilitares fascistas de Álvaro Uribe en
Colombia. No hablamos de la lista interminable de intentonas golpistas de la
oposición venezolana, ni las acciones empresariales directamente montadas para
generar desabastecimiento, descontento y finalmente desestabilización y mucho
menos de la compra de votos por parte de los diputados electos en el Estado de
Amazonas. No nos preguntamos dónde están las miles de personas que salieron a
las calles en Brasil para reclamar supuestamente por el fin de la corrupción (gracias
Globo) o en Argentina para reclamar por el fin de la grieta (gracias Clarín).
La agenda de la derecha, dueña de los viejos medios de
comunicación y alineada con Washington
nos obliga entonces a hablar del crecimiento sostenido de la economía
paraguaya, de lo que dice un personaje tan desacreditado como Luis Almagro, del
palabrerío cruzado entre Maduro y Vázquez, de la mesa de Mirtha Legrand con
Macri y su hermosa esposa llena de slogans.
Pero la construcción de un nuevo relato no basta. Hay que
tener siempre muy presente que el kirchnerismo nació con Néstor y Cristina,
Alianza PAIS con Correa, el chavismo con Chávez, el PT nunca tuvo peso hasta
Lula y el MAS no existía antes de Evo Morales. Los caciques no alcanzan. Hay
que hacer partido, hay que hacer fuerza política y sobre todo, hay que hacer
conciencia. En esto, los sectores
sociales, que en mayor o menor medida se han visto favorecidos durante lo que
va de este siglo, tienen mucho por hacer. Hacer para evitar grandes retrocesos
en los terrenos ganados (que rápidamente ya se están perdiendo) y
fundamentalmente para construir nuevas formas de democracia que realmente los
representen.
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