No es fácil decir cuándo comenzó todo. Mucho menos fácil es
decir cuándo nos empezamos a acostumbrar. Cuando trabajaba como columnista de
noticias internacionales, hace como 10 años, más de una vez me detenía a pensar
por qué importaba más una vida europea que una africana, del Medio Oriente o de
China, cómo los muertos en una catástrofe natural en Filipinas tenían que ser más
de 10 veces más que los muertos en un terremoto en Italia para llegar a las noticias.
Por aquel entonces, las cifras de muertes en atentados en Afganistán
e Irak llegaban en cables de agencias internacionales como quien cuenta
estrellas en el cielo o baldosas en la vereda, sin importarte nunca cuántos son
en realidad, cuando empiezan o cuando terminan.
El mismo efecto de los muertos de hambre en el África de los
90´, de los muertos por catástrofes en el lejano oriente, por las bombas en el
Medio Oriente o los ahogados en el Mediterráneo, es el efecto que comienzan a tener ahora los muertos en
atentados en Europa.
Nunca pensé que esto iba a llegar a Europa, la cuna de la
civilización occidental, en parte siempre responsable por el hambre en África,
el cambio climático, las bombas en Medio Oriente y las muertes en el
Mediterráneo. Pero a eso hemos llegado.
Las muertes en Charlie Hebdo ya parecen lejanas y sólo una
perla en un collar que va desde Berlín a Londres pasando por Bruselas y la
capital francesa. Nos vamos acostumbrando de a poco a que las muertes y los
atentados terroristas nos golpeen en la seguridad del mundo desarrollado y en
el corazón del turismo.
No son los desesperados que intentan salvar su vida
arriesgándose en una balsa en el Mediterráneo los culpables de esto. Son
europeos, en su amplia mayoría, nacidos en Europa, los que toman los cuchillos
y las camionetas y salen a matar a cuantos puedan. Hijos y nietos de inmigrantes
que nunca se sintieron como en casa, las más terribles evidencias de una
civilización no tan civilizada como aparenta.
La tensión a la que se somete Europa no es puramente
económica, como lo fue a partir del 2008, sino sobre todo política. Las principales
naciones del viejo continente están dirigidas por partidos de centro derecha:
Francia, Alemania, Inglaterra, España e Italia. Pero a pesar del Brexit y de la
xenofobia, de una manera u otra el sistema político ha logrado hasta el momento
contener a las fuerzas de ultraderecha que podrían llevar al viejo continente
a tomarse de la mano con la histeria de Trump y volar el mundo en mil pedazos
(en sentido figurado o literal, a gusto del lector).
No me caracterizo por el optimismo. No creo que Europa,
supuestamente el rincón del mundo más civilizado y culto, esté a la altura de
las circunstancias. Pero existen señales levemente positivas para el que las
quiera ver: está Podemos instalado como principal fuerza de oposición en
España, está Jean-Luc Mélenchon con una quinta parte de los votos franceses,
está el fracaso en las elecciones de Theresa May en Inglaterra, está SYRIZA en
Grecia y la izquierda unida sacando adelante a Portugal. ¿Es suficiente? No, no
lo es. Y cuando el miedo campea, las decisiones nunca suelen ser acertadas.
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