Hacía calor y se prestaba para la siesta de febrero. No lo
olvido más, porque fue uno de los sustos más grandes de mi vida. Justo en ese
momento extraño entre el mundo de los despiertos y el mundo de los sueños, en
ese segundo nunca determinable en el que uno levanta la última barrera que lo
mantiene despierto, a través de la cortina de la ventana de mi cuarto, justo
encima de la cama en la que me disponía a babear la siesta de verano, aparece
el rostro de un intruso. Sucio, alerta, silencioso. Pego un salto y un par de
gritos abandonando en un segundo el tren de los sueños en el que me dirigía a
disfrutar de la siesta y el ladrón, hábil trepador de muros y azoteas,
retrocede y desaparece por los techos del centro de la manzana.
La solución, absoluta y fuera de discusiones en la discutida
mesa familiar, fue instalar una reja en aquella ventana. No recuerdo ni
siquiera haber intentado hacer cambiar de idea a mis padres, porque con la
siesta de verano no se jode y el sentirse seguro es fundamental para vulnerarse
al sueño. Pero sí recuerdo que, mientras instalaban esa reja, yo no paraba de
preguntarme qué tenía que pasar en el mundo (y en el Uruguay sobre todo) para
que algún día, en la mesa familiar, definiéramos que aquella reja ya no era
necesaria. Había tanto de camino sin retorno en esa definición en pos de la
seguridad, que yo, adolescente, no podía entender con la naturaleza que se
estaba tomando.
Más de 10 años después, en una línea de Twitter, me
encuentro con un mensaje del Ministerio del Interior que, orgulloso, anuncia
que la zona metropolitana pasará de tener
1.855 cámaras de videovigilancia a contar con 5.980 cámaras en apenas
un año. Y otra vez, me pregunto si algún futuro nos espera en el que esas
cámaras, por acuerdo ciudadano, ya no se sientan más como una necesidad.
Lógicamente no. Las cámaras, como las rejas, llegaron para quedarse.
No voy a entrar en el tema de con qué autoridad se llenan
las calles de cámaras, ni qué procesos administrativos (y tal vez legislativos)
se deberían dar antes de que esto suceda. No voy a ahondar en las garantías
legales, tecnológicas y operativas que tenemos como ciudadanos sobre el uso que
se les dará a las cámaras. Es un tema interesante, por no decir terrorífico,
pero no central en esta reflexión puntual.
En lo que me detengo hoy es en ese supuesto sentimiento de
seguridad, que hace que la privacidad poco nos importe. Ya le dimos nuestra
información a Facebook y a Google, a Antel y cualquier partido político que
tenga las ganas y el dinero para comprar un software y (con suerte) contratar a
algún que otro especialista en análisis de datos. ¿Qué importa si también se
los damos al Ministerio del Interior y al resto del Estado? Al parecer, para
nosotros, nuestros datos valen menos que lo que valen para cualquiera de los
actores antes mencionados y muchos otros más.
Las vulnerabilidades a las que nos estamos exponiendo son
imposibles de imaginar. Los beneficios que podemos obtener al ceder nuestra
información tampoco parecen tener límites. En esa tensión en la que estamos,
generalmente sin siquiera ser conscientes, entre nuestra vida personal y el
disfrute de lo más cómodo, más fácil o más “seguro”, parece que la privacidad
siempre pierde la partida.
Nuestros Me Gusta en Facebook, nuestras conversaciones de
Whatsapp y nuestras fotos de Instagram son propiedad de una misma empresa que
usa esa información para vendernos más y mejor. Google sabe mejor que cualquier
persona que esté en nuestra vida, por dónde anduvimos hoy a cada instante. El
Ministerio del Interior sabe cuando estoy en casa y cuando salgo de ella, Antel
sabe con quién hablo. En mayor o menor medida todas estas organizaciones tienen
algún tipo de regulación sobre el uso que pueden hacer de nuestros datos
personales. Pero a nosotros, los ciudadanos/usuarios/consumidores no nos
importa.
Es más, publicamos información sin ningún filtro en las
redes sociales, llenamos formularios voluntariamente para ganarnos una
licuadora sin siquiera preguntarnos para qué quieren nuestros datos y pedimos a
gritos más cámaras que nos filmen paso a paso. Estamos dispuestos a todo con
tal de llevar una vida más cómoda y no podemos ver ni imaginar, por un segundo,
qué puede salir mal.
Nuestra vida va siendo registrada mientras dormimos aquella
siesta de verano y esta vez una reja no va a poder evitar que nada malo suceda.
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