Es difícil jugar al juego de Venezuela. Nos pasa a todos,
los que estamos más a la izquierda y también, por qué no, los que están a la
derecha. A los únicos que nos les parece costar jugar a este juego es a los que
opinan porque tienen Twitter nomás o a los que, sin ningún interés en entender lo
que está pasando en aquel país o sin ningún interés en el bienestar del pueblo
venezolano, se limitan a llevar agua a sus molinos, sin importarles que esté
manchada de sangre. Me refiero sí a los Lacalle Pou o a los Mariano Rajoy. A estos
personajes no hay que dedicarles mucho tiempo, cualquier miedo, cualquier
muerte puede servir para sumar un voto.
Pero para el resto, el juego es difícil. Hace ya mucho
tiempo que la oposición venezolana y el oficialismo cruzaron líneas difíciles
de sostener, de defender, aunque sea desde el discurso. Podemos caer en el
simplismo de que el pueblo venezolano se encuentra encerrado entre dos males,
dos demonios, dos iguales que batallan por el poder sin importarles la sangre
inocente. Podemos, pero evitaremos caer en esa aparente solución que sólo
indica que queremos dejar de hablar de Venezuela sin arriesgar una opinión: todos tienen la culpa, todos están locos,
los que pierden son siempre los mismos, los de abajo.
¿Cuándo cruzaron la línea oficialismo y oposición? ¿Hasta
dónde podía defenderse una actitud o un discurso y a partir de dónde no? ¿Cuándo
dejó de ser una oposición democrática la venezolana? ¿Cuándo comenzó a ser
autoritario el gobierno? Buenas preguntas para pensar este conflicto mientras
cerramos las pestañas de El País de Madrid o cualquiera de los tantos y tan
parecidos medios masivos de derecha que dominan el panorama periodístico de
América Latina. Allí, no vamos a encontrar las respuestas.
Desde el inicio del ciclo chavista, en 1998, hasta hoy, el
pueblo apoyó mediante el voto popular al gobierno en cinco elecciones
presidenciales, cuatro elecciones parlamentarias y cuatro referéndums que
pusieron en juego la presidencia y la Constitución. Creo que ningún otro país
de la región se sometió a tantas instancias democráticas de voto popular en
estos casi 20 años, con una transparencia y fiabilidad reconocida por aliados y
detractores. También, cuando tuvo que perder en las urnas (un intento de
reformar la Constitución de Chávez y las elecciones parlamentarias de 2015) se
reconoció la derrota.
Los problemas con el oficialismo venezolano parecen comenzar a sentirse en estos últimos dos años, con un desconocimiento total del Poder Legislativo de mayoría opositora y ahora, con una convocatoria a una Asamblea Constituyente con algunos vicios, o al menos con algunas diferencias sustanciales con procesos similares encarados anteriormente por el chavismo.
Enfrente tenemos a una oposición política que seguramente
califique como la de menor nivel en todo el continente. Es, claramente, una
oposición que defiende los intereses de la oligarquía venezolana. Mejor dicho,
es la oligarquía venezolana. Creer que los destinos económicos de un país
sudamericano dependen del gobierno de turno, es de una ingenuidad tal, que no merece la pena ser discutido. Aún en un
país como Venezuela, con un Estado fuerte a cargo del principal recurso
(petróleo), las clases dominantes han venido desde hace años intentando afectar
la economía interna, apoyados desde el exterior (al chavismo no le faltan
enemigos), llegando a los límites del desabastecimiento interno, empujando a la
pobreza a personas que recién la habían abandonado, con el único fin de crear
caos, desesperación y por último, la caída de un gobierno.
No nos engañemos. Cuando las urnas no acompañan, hay otros
métodos para desalojar del poder a cualquiera que moleste. Lugo, Dilma, los
intentos en Ecuador, Venezuela y Bolivia, los procesos judiciales dirigidos
contra Lula o Cristina Fernández, las campañas mediáticas constantes, las
juegos del mercado, los apoyos desde Washington. Que no se lea mal, Dilma no es Cristina, Maduro no es Chávez
y no hay dos casos iguales. Lejos estamos de meter todo en la misma bolsa. Pero
no ver los puntos en común es de una ceguera sospechosa.
Cada muerte en las
calles de Venezuela es responsabilidad del gobierno, que no supo proteger la
vida de las personas, pero también y sobre todo, es responsabilidad de una
oposición terrible, que usa la sangre como uno más de los métodos de presión
para derribar al gobierno. El pueblo venezolano tiene también sus
responsabilidades en todo esto, es víctima y victimario. Ha concurrido una y
otra vez a las urnas en forma masiva, pero también ha hecho barricadas, ha
impedido la libre circulación, ha tomado las armas, ha salido a la calle a
protestar. Uno podría creer en la autodeterminación de los pueblos, pero sobran
pruebas de que la injerencia internacional en Venezuela es cada día mayor.
La tensión entre unos y otros ha llevado al límite a la
institucionalidad, ha hecho de este juego -para los que miramos desde afuera-
un juego muy peligroso, donde todos parecen ser culpables, pero sólo unos van a
salir ganando. Adivinen quién.
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